Amanece y la luz traspasa los huecos que dejan
las ramas de nuestra cabaña. Pilas cargadas y muchos planes para estos dos
días. ¿Relax? ¡Cero!
Que estamos “locas” no es una novedad… Y una
muestra más de ello es que, después de quedarnos con hambre con la mísera cena compartida
de 25 DÓLARES de la noche anterior, salimos a correr antes de desayunar con la
intención de investigar ese poblado a 25 minutos andando por la playa.
Locura no, lo siguiente. Las playas de Pangani
tienen fuertes variaciones entre pleamar y bajamar, lo que hace que para correr
por la orilla tengas que adentrarte unos 5 metros playa adentro por las
mañanas. Otra consecuencia de esto es que el mar deja las algas secarse esperando
ser recogidas por el agua al atardecer y se pueden ver comunidades de cangrejos
correr entre ellas y cavarse sus propias cuevas con mucha facilidad, cosa que
también sufrimos nosotras cuando, en cada zancada, en pendiente además, nuestro
pie se adentraba en la arena y hacía más pesado el ejercicio. Pero, sí,
conseguimos llegar a Ushongo village: una villa pesquera que, como todas en Tanzania,
congregaba gente fuera de las casas cada mañana y que, al vernos, alzaron la mano
y nos saludaron amablemente.
Volveríamos
a por cena.
Tras desayunar como campeonas y recuperarnos
de la merecida panzada a comer ¡por fin! Fuimos al vestíbulo donde habíamos
quedado para partir a Maziwi, un banco de arena perdido entre Pangani y la isla
de Pemba que emergía y sumergía cada día, fruto de las mareas. Partimos con un
par de parejas y una familia alemana. Las únicas morenas y solas, sin familia y sin “pariente”. Normal que el guía de snorkel, Segera, nos dijera que éramos de
lo más raro que se había hospedado en el Beach Crab.
El trayecto en barcaza fue muy bonito. Segera,
que iba sonriendo viéndonos, coordinados, tambalear en el asiento por ser infieles al
ritmo del oleaje, de repente alzó el brazo y todos miramos hacia atrás sin
saber de qué se trataba: delfines. Delfines saltando.
A los 30 minutos de dejar la costa de Pangani, en medio de tanto azul marino, empezó a verse una montaña de arena, una pequeña isla desierta sin vegetación, sin vida, sólo arena blanca. Nos bajamos. Éramos lo único en la isla. Bueno, miento: la isla estaba repleta de caracolas, piedras y trozos de coral aún mojados y que, durante la noche, volvían a su hogar, al océano.
Bajamos de la barcaza y ayudamos a montar un
toldo que nos protegiera del sol tropical. ¡Qué imagen tan paradisíaca! Una
pérgola hecha con palos y una lona en lo alto del banco de arena, rodeados de
agua. Solos.
El snorkel chulísimo. ¿Habéis visto la película
de Buscando a Nemo? Pues vimos a todos los protagonistas. Los mismos colores
que tiene África en tierra los tiene debajo del agua. ¿Sabéis que las estrellas
de mar son duras? Pues sí, lo son.
Segera nos contó que por las noches en esta
época del año las tortugas buscan estos bancos de arena para dejar sus huevos y
es cierto, porque vimos cáscaras de huevos fosilizados en el paseo que nos
dimos después de comer. A partir de las 3 el océano empezó a comerse la isla y
poco a poco teníamos menos arena. Una hora después nos vimos obligados a
despedirnos del paraíso.
Pero el día no acaba aquí. Teníamos que buscarnos la cena así que después de recuperarnos repetimos el paseo matinal. Se nos hizo de noche antes de llegar a Ushongo village y no fue muy agradable pisar algas a oscuras, sabiendo que la playa estaba dominada por cangrejos y cocos que cayeron pero que nunca fueron recogidos.
Ushongo dormía. Nos adentramos sin saber muy bien qué estábamos buscando. La gente hablaba dentro de sus casas. Todo estaba a oscuras. Encontramos una tiendecita y con fruta, pescado empanado y agua fresca, volvimos al hotel como si lleváramos la mejor cena del mundo.
Resultó que al pescado empanado se les olvidó echar el pescado, era sólo pan frito. Aún así dimos gracias por cada bocado porque éramos unas afortunadas.
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